10:51 p.m.
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Cuando apareció en el escenario de sus vidas el pinche Jean Paul, fué que él perdió los estribos. Se perdió toda jodida justicia en el mundo, pensaba, porque se negaba a ver que le habían dado una cucharada de su propia mierda. Ni más ni menos.
Pero no había sido así. Ella estaba de pie esperando su turno en una corta fila para comprarse un hielato sabor a cielo, que según decían tenía todos los sabores en una sola bola de nieve. El muchacho detrás de ella le había sacado plática, en un inglés muy básico, que era el único en el que se podían entender. En efecto le había invitado a comer, pero ella se negó, diciendo que estaba comprometida. El muchacho, Jean Paul, se disculpó muy amablemente y siguió su camino. Ella le llamó por teléfono a él desde Roma muy indignada, para contarle lo sucedido, pero le aderezó con la pimienta del ardor, y para cuando se detuvo ya le había contado tal barbaridad que a él no le explotó la cabeza de puro milagro. Se sabía traicionado, herido, y bendita sea la suerte de Jean Paul que no estaba en Monterrey para poder romperle la madre a gusto. No podía con la lengua de ella, pero podía menos con su propia imaginación. Le atormentaba, le arrebataba cada remanso de calma al que podía aspirar, le destruía las fuerzas impotentes. Le hervía la sangre de rabia de sentirse violado en lo más suyo, que era ella.
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